Por Rocío Val
Es inevitable hablar de Juan Ibáñez, es igual de inevitable hacerlo desde el más profundo de los respetos y el más rotundo de los cariños, es hablar de un amigo, de un camarada, de una persona íntegra, inteligente, culta, noble y buena. Es indispensable mostrar toda nuestra solidaridad a su familia y decirles que sentimos tantísimo su pérdida que duele su dolor. Pero que somos porque fue.
Hablar de Juan es hablar del PCE, de Comisiones Obreras, de Izquierda Unida, de la inquebrantable voluntad de lucha por los derechos humanos de una generación de hombres y mujeres admirables, de los que lo dieron todo por una libertad que nadie les regaló. Es hablar de opresión, es hablar de compromiso, es hablar de una batalla constante en defensa de los derechos de los y las trabajadoras, de las personas vulnerables, de la justicia social. Hablar de Juan es hablar de una vida larga, enriquecedora, llena de fracasos y triunfos, pero sobre todo es hablar de una vida guiada por un inquebrantable convencimiento de que sólo la lucha te salva, “yo, ni en la cárcel me sentí un perdedor”.
Hablar de Juan es hablar de hechos.
Juan ha sido ante todo alegría, alegría que se convertía en ejemplo a cada palabra, a cada paso. Nos ha contado lo que no vivimos, ha rememorado sin dramatizar la cárcel, el recuerdo de los camaradas que no pudieron salvar, ha mantenido viva la memoria de quienes no llegaron, nos ha contado cómo en la cárcel se inflaban a barrer porque Miguel no quería cantar el cara al sol, pero no importaba. Cómo la noche que voló Carrero Blanco el miedo en prisión cambió de bando y los presos políticos encendieron los puros que les había hecho llegar Fidel; nos ha hablado del congreso donde se debatió la disolución del PCE, de su familia, de Isabel, de mil anécdotas e historias pasadas, pero Juan también ha sido presente. De él hemos aprendido a no desfallecer, a seguir en pie, a que nada era peor que no luchar, a quitarle hierro a los fracasos porque sólo rendirse es perder. Hemos aprendido de camaradería, de compañerismo, de respeto, hemos entendido que la edad es una actitud.
A Juan le hemos visto en congresos, sonriente pero seguro, flexible en las formas, pero firme en defensa de sus principios, ha sido un ideólogo constante, un analítico de la realidad política y social de este país incansable, siempre con sus recortes de prensa en el bolsillo, dispuesto a comentar las noticias emergentes con quien estuviera preparado, siempre aportando un punto de vista diferente y crítico. Juan ha sido un hombre constructivo, un marxista convencido, una persona de consensos.
Me cuesta hablar de Juan desde una perspectiva personal porque este hombre ha sido un bien colectivo, patrimonio de mi partido y patrimonio de todas y todos, su generosidad le quedaba pequeña a las siglas, pero las siglas siempre marcaron, desde el convencimiento, su vida.
Perderle ha sido un golpe duro, brutal, inhumano, porque Juan es de los irremplazables, de los que cuesta despedir porque son realmente irrepetibles. Juan ha sido para muchas generaciones un amigo, una de esas personas que no te dejan hundirte, de las del “si tú caes, yo te levanto”, de las que hacían de este mundo un lugar mejor, más lleno de alegría, de humor, de coherencia, de rebeldía, de orgullo proletario, de conciencia de clase, de ternura.
Hablar de Juan es, ante todo, hablar de un hombre bueno, honesto, valiente, generoso, humilde, luchador y mucho más, es un compendio de virtudes extrañas de encontrar en una persona, y más aún, todas juntas.
Hablar de Juan es hablar de Isabel, es hablar de su hija y de sus hijos, de Benjamín, de Marcelino, de Paca, de Ferriz, de Camarasa, de Raúl y de Ino, incluso de Fidel. Hablar de Juan es hablar de la historia más reciente de este país, de esta región y de este pueblo, es hablar de coherencia, de ternura, de rebeldía.
Hablar de Juan es hablar de alegría, es hablar ayer, hoy y siempre de vida.
“Los que mueren por la vida, no pueden llamarse muertos”.
Juan se queda.